La Lluvia Ascendente

Esta es una historia que soñé hace algunos años. Lo increíble es que casi no necesito modificaciones, fechas, nombres, horas, todo esta tal cual. Recuerdo que al despertar en mi cabeza rondaba la pregunta: ¿Por qué llegó a mi esta historia?

STORY

Mauro Henriquez Esquivel

10/22/202413 min leer

La lluvia ascendente

Era un día frío, toda la semana había sido fría. Pero ese día, puntualmente, lloviznaba, lo que estiraba las gotas hasta convertirlas en agujas. Unos días atrás había pasado por un resfriado que me había tirado a la cama. La verdad es que, en ese sentido, no se necesitaba una enfermedad tan potente; siempre fui un poco débil ante las gripes y los resfriados, no porque fuese un mañoso, sino porque realmente me debilitan al punto de no querer hacer nada más que dormir durante días. Pero no estoy escribiendo con el motivo de contarles cómo reacciona mi cuerpo ante las enfermedades. Decidí sentarme a escribir porque hace unos días viví una experiencia trascendental.

Lo que voy a contar pueden juzgarlo como un cuento, como una historia verídica o incluso como un sueño. Realmente no importa. Pero quiero pedirles un favor: recuerden esta pregunta al terminar de leer: ¿Por qué ha llegado esta historia a mis manos? Solo en ese momento decidan la veracidad de mi historia. Como decía antes:

Era sábado, una fría siesta de otoño cuando mi amigo Gonzalo me invitó a jugar un partido de fútbol. Por unos momentos dudé entre aceptar o declinar, porque había estado resfriado hasta apenas dos días antes. Mi amigo era de esas personas que se comprometen con los partidos de fútbol como si fuese un profesional, y si aceptaba su invitación, arrepentirme más tarde no era una opción, a menos que quisiera sostener luego un rezo de perdón prolongado. El fútbol siempre me encantó y extrañaba jugar, por lo que acepté.

—¿Tenés auto para ir?

—No, todavía está en el mecánico y, como estaba enfermo, no llamé para preguntar si estaba listo. ¿Vos?

—No, mi viejo se lo llevó. Bueno, vamos en bici, total es sábado y tenemos tiempo.

—Sí, pero nos vamos a congelar. Además, estuve enfermo y no quiero volver a caer en cama, llovía hasta recién.

—No, ya no llueve, además era una llovizna. Abrígate bien y vamos, no va a pasar nada. En quince minutos te paso a buscar por tu casa.

Colgué el teléfono y me dispuse a prepararme. Apenas estaba terminando de ponerme los botines cuando sonó el timbre. Tomé la mochila, la campera y salí al patio. Saqué la bicicleta y, al abrir la puerta, estaba Gonzalo esperando, abrigado con una campera y con la capucha puesta.

Las canchas quedaban a una distancia considerable; teníamos que pedalear unos cuarenta minutos para llegar. Emprendimos nuestro viaje de día nublado y paisaje nostálgico. Había algo de aventura, de travesía que me emocionaba. Seguramente era la distancia en un día que ofrecía algún desafío físico y la dificultad climatológica para la cual me había preparado. La mitad del recorrido lo disfruté mucho; las calles estaban particularmente vacías, seguramente por ser sábado y haber estado lloviendo, cosa poco usual en mi ciudad, lo cual hace que la gente de por aquí quiera refugiarse en casa y disfrutar de la calidez. Además, la conversación era amena y divertida. Cuando habíamos hecho tres cuartas partes del camino, empezó a lloviznar, así que apuramos el paso un poco.

Llegué a la cancha exhausto, no sentía las manos del frío. El resto del cuerpo estaba bien porque había entrado en calor a causa de la bicicleta. Mi amigo tenía una campera impermeable, por lo que se la quitó y debajo estaba seca, pero mi campera no era impermeable, al igual que mis pantalones largos. Me tuve que quitar ambas prendas y el buzo, que también se había mojado, para quedar con el pantalón corto de fútbol, la camiseta térmica y una remera de fútbol. Nos refugiamos de la llovizna bajo el techo de un quincho abierto, pero mi adversario en esos momentos era el frío, al cual no podía paliar únicamente con un techo.

—Gonza, me estoy congelando, me voy a enfermar.

—El auto gris de allá es del Juancito, fijate si está abierto y metete ahí. Dejá las cosas acá así se secan un poco —dijo, señalando una silla solitaria que yacía inerte a unos pasos nuestros.

—¿Estás seguro? ¿Le va a molestar? —pregunté, ya que Juan era un amigo suyo y no mío.

—Ningún problema, es un genio Juan. Yo voy a ir a ver dónde está, por las dudas que esté cerrado el auto.

Me dirigí al vehículo sin más; estaba pasando mucho frío. Obviamente, el estacionamiento se encontraba muy vacío, era un pésimo día para jugar al fútbol. Por suerte, el auto estaba abierto. Entré con cuidado en el asiento trasero, tratando de no manchar nada con barro el de mis botines. Fue un alivio terrible entrar ahí; no me había dado cuenta de que afuera corría viento hasta que me refugié en él. Era un auto lujoso, con tapizados de cuero gris impecables. Estaba inmóvil, no creía que el dueño se fuese a enojar porque me estuviese refugiando del frío, pero si llegaba a manchar el tapizado, seguramente me sentiría culpable. Me puse a mirar por la ventana en busca de mi amigo cuando se acercaron dos personas al auto. Un hombre mayor de unos cincuenta años y un chico joven de unos veintitantos que parecía ser su hijo; se notaba que ambos acababan de terminar su partido porque venían desabrigados y un poco transpirados, sus frentes irradiaban vapor. Ambos se subieron sorpresivamente al auto, el hombre en el asiento del acompañante y el chico en el del conductor. Al subirse, el hombre me vio y se sorprendió, luego me sonrió y dijo:

—¡Eh! Tenemos un invitado.

El chico giró y me dijo amablemente:

—Hola.

—Disculpen que me haya subido, creí que era el auto de un amigo.

—No hay problema, está helado afuera. Soy Carlos —dijo el hombre mientras extendía la mano—. Y él es Cristian.

El chico miró por el espejo retrovisor levantando la mano.

—Un gusto, soy Exequiel. Gracias por haberme prestado refugio y disculpen la confusión —me dispuse a abrir la puerta.

—Esperá. ¿A qué hora juegan? —dijo el chico.

—A las cuatro —respondí. Me percaté de que no sabía qué hora era.

—Falta media hora todavía. —En el afán de no mojarnos, habíamos llegado mucho más rápido de lo pensado.

—Nosotros íbamos a comprar unas gaseosas para tomar con los vagos y a buscar a mi mamá acá cerca. ¿Querés acompañarnos? —preguntó el hombre. Miré por la ventana y seguía lloviznando. Carlos me miraba a la espera de una respuesta, tenía un gesto amigable y seguro, como si no tuviera preocupaciones.

—Ya vamos a jugar y no quiero llegar tarde —respondí.

—No vas a llegar tarde, nos demoramos como mucho diez minutos —dijo Carlos.

—Bueno, los acompaño. —Ambos me inspiraban confianza y, en aquel auto, se estaba generando la camaradería que se genera al jugar al fútbol con desconocidos.

Cristian arrancó el auto y salimos. Entre ellos empezaron a comentar sobre las jugadas y los detalles del encuentro; Carlos miraba hacia atrás haciéndome parte de la conversación. Yo escuchaba y de vez en cuando me reía de algún comentario; se notaba que se habían divertido. Me percaté de que mi cuerpo estaba siendo invadido por el fredagsmys, es una expresión sueca que explica la sensación de comodidad, calidez y bienestar que se siente cuando estás en un lugar acogedor, a menudo en compañía de seres queridos o con un ambiente de tranquilidad y seguridad. Es una emoción que siempre tuve, pero la empecé a identificar claramente recién cuando me la describieron.

Llegamos a una especie de centro comercial. Era un edificio pequeño de unos tres pisos; la planta baja estaba vidriada. A la izquierda había una heladería con unas cuantas mesas y a la derecha un café con la misma cantidad de mesas. Unas cuantas personas estaban sentadas charlando mientras tomaban alguna infusión. Entre ambos mostradores había un ascensor que conducía a los pisos superiores que, por lo visto, eran residenciales. Ellos entraron primero, saludando con la mano a algunas personas y a los empleados de ambos locales, llamaron al ascensor que se abrió de inmediato. Una vez dentro, Cristian tocó el número cuatro y Carlos me dijo, sonriendo:

—Cuando comencemos a subir, vas a sentir algo extraño. No te asustes, dura apenas unos segundos.

Ambos me miraron con gesto tranquilo y el ascensor comenzó a subir normalmente, hasta que en determinado momento se aceleró de manera extraordinaria. Podía sentir la presión sobre mis hombros y cabeza, como en aquellos juegos de los parques de diversión. Las luces de techo resplandecían con una potencia tal que me costaba ver las caras de mis acompañantes, como si la luz estuviera más abajo e increíblemente brillante. Terminaba de hacerme consciente de lo que sucedía cuando cesó y el ascensor se detuvo normalmente, abriendo sus puertas.

—Listo, ya llegamos. Cristian anda a buscarla al cuarto de Bianca, yo voy a ver si está con Teresita. Exequiel, pasea si querés, atrás hay unos jardines hermosos. En unos minutos nos encontramos acá para volver —dijo Carlos con total tranquilidad; el chico salió hacia la derecha. Salí del ascensor y este se cerró con Carlos dentro.

—Nos vemos en seguida —dijo saludando con la mano y sonriendo.

Fuera del ascensor había un único pasillo perpendicular que corría hacia ambos lados. Al frente estaba vidriado y se veía la ciudad desde arriba; del otro, estaban las puertas de los cuartos con nombres. Uno decía Anna y tenía unas flores pintadas; todos eran diferentes. Decidí ir hacia la izquierda y comencé a caminar mirando por los ventanales. Llegué al final del pasillo, el cual doblaba nuevamente a la izquierda; a unos pocos metros había una puerta de vidrio que daba a un jardín parquizado. Supuse que el edificio debía estar construido en la ladera de un cerro; por ello, de un lado se veía la ciudad hacia abajo y detrás estaba este patio, me recordaba a las costas de Chile. Salí al jardín, tenía un césped corto y verde, había una fuente al centro con un cantero alrededor lleno de flores. Una abuela estaba entre las flores; el sol iluminaba aquella escena casi como una fotografía, a lo lejos la veía familiar. Me acerqué a la señora que estaba de espaldas, tarareando una melodía alegre. La saludé tímidamente, lo que hizo detener su canto. Giró y me miró; lo que veía me paralizó por completo. Era mi abuela, pero era imposible, había fallecido hace mucho tiempo. Los ojos, el pelo; hacía tanto que no la veía que casi había olvidado su dulce rostro, que el sol le bañaba de costado. Un nudo se me instaló en la garganta.

—¡Hola! —me saludó animadamente. El asombro me robaba las palabras—. Soy María —terminó mientras se sacaba los guantes de jardinería.

—María Herminia… —susurré.

—De momento soy María, pero mira qué curioso, mi hija se llama Herminia—miró a su alrededor y continuó—. Casualmente no está por acá, qué pena, sino te la presentaba. ¿Cómo te llamas? —No me recordaba, eso me llevó casi al borde de las lágrimas.

—Mauro, un gusto —dije con quebrada voz.

—¿Estás bien?

—Perdón, pero tenés un parecido increíble con una persona que perdí hace tiempo —el pelo, los gestos, la cara eran idénticos, pero la mirada. La mirada era diferente, de otra persona, y su nombre.

—¿A quién?

—A mi abuela Herminia.

—Ah, por eso me dijiste así. Te entiendo, debes haber sintiendo mil cosas al mismo tiempo.

—Sí, disculpame que te haya interrumpido.

—Está bien, solo cultivaba mis petunias, me recuerdan a mi tierra. En primavera las casas se llenan de flores.

—¿De dónde sos?

—De Misiones, en realidad nací en…

—Suecia… —terminé de decir—. La garganta se me anudaba nuevamente, no podía no ser mi abuela.

—¡Sí! —me miró sorprendida.

—Yo también soy de Oberá —miraba sus ojos, tratando de llegar a sus recuerdos y ayudarla a recordarme.

—¿Cómo sabes que viví en Oberá?

—Porque nací allí… —y crecí en tu casa, comiendo tus galletas y fui feliz con tus sonrisas. Terminé en mi cabeza.

—Son demasiadas coincidencias, ¿no? —dijo extrañada.

Claro que eran demasiadas, pero de la más cruel de las formas alguien le había robado mi recuerdo, ¿por qué? Yo era quien la había encontrado y justamente a mí no me recordaba. Yo tenía tantos recuerdos de ella, y ella nada. Los ojos se me llenaron de lágrimas que intentaba contener.

—Soy Mauro, me hacías pepparkakor cada vez que te pedía. ¿No te acordás? —me miraba confundida. No pude aguantar más; una tristeza impotente me desbordo, ni siquiera cuando murió sentí aquel dolor. Esto era peor; el día que falleció, me atravesó el dolor de nunca más volverla a ver, pero sabía que nuestros recuerdos la acompañarían, y ahora ni siquiera eso. No existe ninguna explicación para aumentar el dolor de una pérdida. Pero había muerto, no entiendo, ¿cómo volvió? ¿Y por qué tenía la misma edad? ¿Acaso había muerto yo? ¿Y esto era una especie de recorrido de mi conciencia?

—MAUROO!! —se escuchó a mis espaldas. Me di vuelta y Cristian venía corriendo hacia mí.

—Buenas tardes —saludó a la señora—. ¿Estás bien hermano? —me preguntó.

—No entiendo… —las lágrimas caían de mis ojos, mientras mi abuela me miraba con ojos de otra persona.

—Vení, vamos. Carlos te va a explicar —me ayudó a levantarme y saludó a la señora.

—Chau, Mauro —dijo dubitativa. La miré por última vez, ¿qué valía saludarla si no era ella? No podía ser mi abuela Herminia sino no me recordaba.

Cristian me llevó hasta el ascensor; una tristeza infinita me habitaba y, en esos momentos, comenzaba a rebalsar. Sentía que salía por mis poros y no dejaba de brotar. No recuerdo el ascensor, ni cuándo bajamos.

Al llegar a la planta baja, Carlos estaba sentado en una mesa del café. Me hizo señas que fuera a sentarme con él. Cristian volvió a subir al ascensor.

—¿Estás bien? ¿Querés algo para tomar?

—No entiendo nada, ¿estoy muerto? —dije y él me miró con ojos llenos de paz.

—No, no estás muerto.

—Vi a mi abuela arriba y no me recordaba —la desolación volvía a apoderarse de mí.

—Tranquilo —me dijo con serenidad—. En realidad, no te conoce —un aura de sabiduría lo rodeaba. Lo miré más confundido aún—. Ella es tu bisabuela, ustedes nunca se conocieron. Ella falleció antes de que nacieras.

—¿Cómo? —todo era una locura, estaba perdido.

—Lo que acaba de pasar es que fuiste al cielo. Y, mientras estabas ahí, te encontraste con tu bisabuela María, que nació en Suecia, dio vida a tu abuela María Herminia y, siendo ella muy chica, emigraron a Argentina, estableciéndose en Oberá, Misiones.

—Era la cara de mi abuela.

—Sí, eran increíblemente parecidas. ¿Nunca lo mencionaron en tu familia? —tomó un sorbo de café mientras mi cabeza enviaba preguntas que se atropellaban por salir.

—¿Viaje al cielo? —la sorpresa no me había permitido razonar la locura de lo que aquel hombre me decía.

—Correcto. Aunque parezca algo increíble, la realidad es que todas las personas viajan al cielo durante su vida, muchas veces. Suelen llamarles experiencias trascendentales. Una de las formas más comunes es en sueños, ven a un ser querido que ya falleció. Otras veces sienten paz infinita al rezar, meditar. Una forma de identificarlo es que son experiencias las cuales les plantean la pregunta si existe un dios, el cielo, los milagros, si todos estamos conectados, etc.

—¿El cielo no es solo para los muertos?

—Primero, la definición de cielo ya es complicada de por sí; explicarte el concepto de muerte me es casi imposible. Responder tu pregunta directamente es una utopía. Pero a fin de que entiendas, supongamos que los muertos viven ahí, pero no significa que sea exclusivo. Sería una maldad tener que esperar tanto para ver ese lugar increíble. Es un lugar tan grande y tan hermoso que sería egoísta no compartirlo entre todos.

Empezaba a darme cuenta de que aquel día había sido, desde el inicio, de lo más extraño: ese hombre y el chico nunca tuvieron sentido. No los conocía realmente. Y ahora le hablaba del cielo. Pero yo había visto a mi abuela y aún sentía la sal de las lágrimas en mis labios.

—¿Sos un ángel? —la pregunta le causó gracia a Carlos.

—No, me falta mucho para llegar a serlo. Somos como agentes, cumplimos misiones simples, por así decirlo.

—¿Para quién?

—Para el mismo ser que los ángeles o vos. Para Dios, Alá, Jesús, Jehová, el Arquitecto, o “El Jefe” como nos gusta decirle. Vos eras nuestra misión de hoy —se reclinó en la silla y me miró con una pequeña sonrisa—. Nada como el trabajo cumplido.

—¿Por qué me llevaron al cielo a ver a mi bisabuela?

—No tengo idea, esas cosas nosotros no las sabemos. Incluso no sabíamos que te ibas a encontrar con alguien. Nuestro trabajo era simplemente traerte y que subieras ese ascensor. Hasta ahí llega mi conocimiento.—El elevador seguía allí, apático, inerte.

Mi cabeza analizaba miles de pensamientos, todo era un caos dentro mío. Miré a mi alrededor buscando respuestas a lo que pasaba. Las mesas estaban ocupadas, algunas por más de dos personas. Había rostros tristes, otros felices y algunos confundidos.

—Estas personas...

—Son personas como vos. Acaban de volver todas —se volteó a mirarlas.

—¿A qué fueron?

—Vaya uno a saber. Pero seguro encontrarán algo que necesitaban. Eso es lo más importante, yo no puedo decirte el porqué de tu visita, simplemente no lo sé. Pero sí sé que este tipo de viajes no son comunes, ni para todo el mundo —miró hacia afuera y dijo—. Ahí llegó Cristian para dejar a mamá.

El chico había bajado con la señora y no me había percatado. ¿Cuánto tiempo había pasado?

—¡El partido! —me había olvidado completamente—. Gonzalo me debe estar buscando desesperado —Carlos sonrió divertido.

—Tranquilo, solo han pasado tres minutos desde que nos fuimos. Vamos al auto así llegas a tu partido.

Subimos al vehículo. Cristian me preguntó si estaba mejor, a lo que respondí que sí. Miré por la ventana y pensé cuál sería el motivo de aquella experiencia. “Todas las personas van al cielo durante su vida”, ¿esto era cierto? ¿Existe el cielo?

No me di cuenta de que estaba llegando a la cancha, estaba tan ensimismado en mis pensamientos. Descendimos del vehículo, Carlos y Cristian me saludaron; debían ir con sus compañeros de partido con las bebidas. Me apuré en encontrar a mi amigo, estaba mirando otro partido.

—Gonza, ¿llegaron todos? —preguntó apurado.

—No —sacó la vista del partido para mirar su reloj—. Pasaron solo diez minutos, faltan unos veinte —y volvió la vista a los jugadores que tenía enfrente.

Miré a mi alrededor y todo seguía igual de vacío, el auto gris seguía estacionado. Todo parecía igual y el cielo seguía allí, una gota cayó sobre mi labio y pude sentir su dulzor en mi lengua.